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Dos veces junio PDF

137 Pages·2012·0.68 MB·Spanish
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Índice Cubierta Diez del seis Treinta del seis (epílogo) Créditos Acerca de Random House Mondadori ARGENTINA Martín Kohan nació en Buenos Aires en enero de 1967. Ha publicado cinco novelas: La pérdida de Laura (1993), El informe (Sudamericana, 1997) y Los cautivos (Sudamericana, 2000), Dos veces junio (Sudamericana, 2002), que ahora reeditamos, y Segundos afuera (Sudamericana, 2005); dos libros de cuentos: Muero contento (1994) y Una pena extraordinaria (1998); y dos ensayos: Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón: cuerpo y política, en colaboración con Paola Cortés Rocca (1998), y Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (2004). Enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y publica artículos sobre literatura en diversos medios académicos y periodísticos. Varios de sus relatos han sido incluidos en antologías de literatura argentina. “En junio murió Gardel, en junio bombardearon la Plaza de Mayo. Junio es un mes trágico para los que vivimos en este país.” LUIS GUSMÁN Diez del seis Cuatrocientos noventa y siete I El cuaderno de notas estaba abierto, en medio de la mesa. Había una sola frase escrita en esas dos páginas que quedaban a la vista. Decía: “¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”. II Suponíamos con razón que, habiendo números de por medio, se trataba de una simple cuestión de azar. Claro que muchas veces la ciencia se vale también de cifras, y los números sirven a los cálculos más racionales. Aquí, sin embargo, se trataba de un sorteo, y en los números no se jugaba otra cosa que la suerte. III Descubrí que, al lado del cuaderno de notas, estaba la birome con la que esa nota había sido escrita. Una birome rota en el extremo, evidentemente porque alguien descargaba sus nervios mordiendo el plástico ingrato. Tomé esa birome, tratando de no tocar la parte rota: tal vez estuviera húmeda todavía. Mi pulso por entonces ya era bueno. Era capaz de enhebrar un hilo hasta en las agujas más pequeñas. Por eso pude agregar el trazo faltante a la letra ese, y que no se notara que había habido una corrección posterior. Desde siempre parecía haber sido una zeta, tal la gracia de la colita que yo adosé en la parte de abajo de la letra. Ahora la ese era una zeta, como corresponde. Pocas cosas me contrarían tanto como las faltas de ortografía. IV La radio dijo: “número de orden”. “Seiscientos cuarenta.” Seiscientos cuarenta era yo. La radio dijo: “sorteo”. Y dijo: “cuatrocientos noventa y siete”. Nos miramos. Se hizo un silencio. La radio seguía, pero con otros números que ya no teníamos que escuchar. Habíamos estado ahí desde las siete menos diez de la mañana, cuando todavía era de noche. Mi padre dijo: “Tierra”. Mi madre dijo: “A mí se me mezclan los números. Me parece que el tuyo es el que habían dicho antes. No sé bien cuál era. Me parece que era uno bajito”. Mi padre dijo que él se sentía muy orgulloso. Y era verdad: tenía en los ojos un brillo como de lágrimas que no iban a salir. V Dejé el cuaderno donde estaba, abierto en esas mismas páginas, en medio de la mesa. Al lado del cuaderno dejé la birome. No había en esa mesa nada más, excepto el teléfono. Y no había en esa habitación otra cosa que la mesa, la mesa con el teléfono, el cuaderno, la birome, y además de la mesa dos sillas, una de las cuales yo ocupaba, y por último un cesto de papeles que estaba vacío. Pero de repente, sin ningún motivo, me sentí observado. Sabía que en realidad nadie me observaba, que la puerta estaba cerrada y la única ventana que había daba absurdamente a un muro mugriento. Me sentí observado y era solamente una impresión que yo tenía. En la pared había un crucifijo, y a mí me parecía que Cristo me miraba. Debajo del crucifijo había un cuadro de San Martín envuelto en la bandera, y a mí me parecía que San Martín me miraba. Cristo tenía los ojos para arriba, seguramente era el momento en que le preguntaba al padre que por qué lo había abandonado. Y sin embargo, yo tenía la sensación de que me miraba a mí. San Martín miraba para el costado, de reojo, torciendo la vista pero no la cara, como si algo inesperado lo hubiese distraído justo en el momento en que le sacaban la foto (aunque no se tratara de una foto). Miraba para el costado, pero yo tenía la sensación de que me miraba a mí. También el teléfono de pronto me intimidó. Sé que su mérito consiste en trasladar los sonidos a distancia: los sonidos, y no las imágenes. Pero tenía el poder de acercar a alguien que estuviese ausente, que estuviese lejos, y en cierto modo hacerlo entrar en esa habitación perfectamente cerrada. Por eso, aunque se tratara de un teléfono, y aunque ese teléfono estuviese colgado y mudo, me daba la impresión, por el solo hecho de estar ese aparato ahí, de que alguien podía observarme. Me daba la impresión, y poco importa que la idea no tuviese sentido, de que alguien podía haberme visto corregir la frase del cuaderno, agregarle a la ese el trazo que le faltaba para convertirse en una zeta, que era como tenía que ser. VI Al día siguiente compramos el diario. Mi madre no había dejado de decir que el recitado de los números en la radio se había vuelto confuso y que no era seguro qué número venía después de cuál, ni qué número correspondía a qué número. Por eso compramos el diario al día siguiente. Mi madre dijo: “Con el diario vamos a saber”. Apoyó una regla debajo del número seiscientos cuarenta. Seiscientos cuarenta era yo. Con el dedo siguió la línea que la llevaba a la columna del sorteo. Con el dedo, y después con la patilla de los anteojos (ella se sacaba los anteojos para ver de cerca), y después con un lápiz negro de punta bien afilada, siguió la línea que la llevaba de una columna a la otra. Y todas las veces encontró el número cuatrocientos noventa y siete. Entonces mi padre dijo: “Tierra”. Y entonces mi madre dijo: “¡Mi soldadito!”, llorando de emoción. VII Tal vez yo había obrado mal, y por eso me sentía observado. Era la impresión que me daba el sentimiento de culpa. Cuando uno obra mal se siente mirado, no importa cuán solo se encuentre. Y yo acaso había obrado mal. La nota del cuaderno podía haberla escrito Torres, el sargento, o en todo caso Leiva, el cabo, que era lo que en verdad yo presentía, porque lo veía menos instruido y con menos luces. De cualquier modo, yo no tenía ningún derecho a corregir a un superior, fuese quien fuese, ni tampoco a otro soldado, porque yo no valía más que ese otro soldado, incluso cuando la razón estuviese de mi parte. Yo podía saber bien las reglas ortográficas, y el que había escrito la nota podía ignorarlas. De hecho, en una frase tan breve, en una frase tan simple, había cometido un error de consideración. Pero eso no me daba derecho a corregirlo, ni tenía por eso que sentirme superior, porque yo en ese lugar no era un superior, era un subordinado. VIII Recuerdo que mi padre dijo: “Los milicos son gente de reglas claras”. La primera de esas reglas establecía: “El superior siempre tiene razón, y más aún cuando no la tiene”. Recuerdo que me dijo que entendiera bien

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1997) y Los cautivos (Sudamericana, 2000), Dos veces junio. (Sudamericana, 2002), que ahora reeditamos, y Segundos afuera. (Sudamericana
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